Al principio había una gran oscuridad que lo llenaba todo. Un vacío insondable que se extendía hasta más allá de donde alcanzaba la vista. La imperturbable certeza de la nada absoluta. De vez en cuando, era rota por el paso inane de algún elemento. Las primeras cosas eran redondas y emitían un suave resplandor. Una suerte de luces que rompían el manto oscuro envueltas en aquel profundo silencio.
Así debieron de ser los comienzos.
Algo muy parecido al estado que se apropia del alma cuando el mundo se detiene y todo carece de sentido. Las cosas que antes giraban alrededor de la vida ahora vagan a la deriva como restos de algo que alguna vez fue. Sin fuerza que las una; sin significado; sin motivación alguna.
Es la sensación de estar perdido.
La misma mirada que se sienta a observar los restos del incendio de toda una vida o la perplejidad de aquel que se yergue sobre un campo de batalla después de la guerra, observando el vano del terreno desolado y los restos de todo lo que ha sido devastado. Eso pasa algunas veces en la vida. Cuando todo lleva un rumbo y de pronto el barco se detiene, alejado de todo destino que una vez pretendió. A otros les pasa muchas veces en la vida; tan sólo depende de las que uno se equivoque. Y de las que la vida te regale.
A mi me pasa mucho.
El primer recuerdo que tengo de esta sensación es de cuando apenas llegaba a la encimara de la cocina. El último de esta misma mañana. Entre ellos, todo un rosario de ellas hilvanadas en una cadena de sinsabores.
El primer paso es sufrirlo. Vivir cada uno de los sentimientos que componen la sensación hasta haberlos recorrido todos. Pérdida, decepción, fracaso, tristeza, autocompasión, frustración, dolor, rabia, negación, aceptación, vergüenza y resignación. Explorar todos y cada uno de ellos hasta que la intensidad de los mismos se haga insufrible y de las cenizas surja el único sentimiento posible que da lugar al siguiente paso.
El segundo paso es un binomio. La aceptación a aguantar las cosas como son, a uno mismo como es, los errores cometidos y las pocas cualidades que uno mismo no era consciente de que tenía; y la resignación a partir de este sitio inhóspito en el que ha tocado vivir, o en el cuerpo de esta persona que hoy mismo te decepciona hasta a ti, con todos esos recuerdos que uno no sabe dónde meter.
El tercer paso la observación de dónde está uno. Lo que queda, lo que hay, lo que se tiene, lo que se es. Y la definición de un nuevo destino para una nueva etapa. Lo que se necesita, lo que hace falta conseguir, lo que es necesario aprender, lo que uno quiere de la vida, lo que uno es o cree ser e incluso le gustaría ser, y fijarse metas pequeñas. Objetivos humildes sin pretensiones que puedan devolverte la fe en ti mismo y en el sentido de la vida, para poder reunir la fuerza interior necesaria para fijar la ambiciosa meta de un nuevo destino, que hoy se antoja incierto, borroso e indefinible.
Vivido todo eso a lo largo de estos días, hoy defino objetivos nuevos. Logros que estén al alcance de la mano y que puedan aportar pequeñas victorias que el alma necesita.
- No hacer daño a nadie más, al menos en un tiempo cercano.
- No hacer promesas que no sepa que vaya a cumplir.
- No aceptar compromisos nuevos.
- No aceptar compromisos de otros que colapsan mis capacidades y sólo aportan felicidad a otros y agobios a mí.
- Atender a las personas que quiero, con las que tengo relaciones fáciles. Las difíciles déjalas como están, no es momento de que puedas conseguir arreglarlas.
- Apoyarme en aquello que me aporta felicidad: mis amores, mis hobbies, mis ideas, mis historias…
- Escribir un diario que haga ser consciente de los pasos que doy en el camino.